Friday, June 29, 2007

Cuando me agarran ganas de escribir es como algo que se va incubando, lo pienso durante un rato (pueden ser días) y de repente me agarra algo así como una urgencia irrefrenable de IR y escribir (ir, porque nunca me agarran ganas de escribir ahí donde estoy, siempre prefiero venir a estos lugares prestados llenos de gente alrededor tipeando, que no me lee ni me ve, ni sabe que puedo estar hablando de ellos, que ni siquiera se dio cuenta de que entré y que de reojo los estoy mirando)

El chico de al lado tiene una remera amarilla y se rasca la cara, no debe tener mas de 9 o 10 años.

Atrás escucho alguien que tipea freneticamente sobre un teclado, no lo vi pero imagino que debe ser un chico. Casi puedo ver su pelo castaño despeinado. Ahora dejó de tipear y yo también. Ahora volvió. Quizás estemos acompasados.

No sé. Hace mucho que no me daban ganas de escribir. Estuve, estoy, estaba, como apagada. Perdida. No tengo mucha idea de donde quiero estar. Me quiero ir, no sé bien escapándome de qué (o sabiéndolo muy bien) pero sin saber si me estoy yendo de un lugar o llegando a otro. Quizás sean las dos cosas porque no existe algo así como "estar en ningún lado", pero eso siento yo, que estoy en ningún lado.

La ciudad se me hace de miniatura, de esas que encierran en un globo de vidrio y que al darlas vuelta se llenan de nieve brillante.
Es como una gran burbuja donde estamos los edificios y yo, y nadie mas, sólo "maniquíes" que deambulan para que uno recuerde que está solo, o que lo olvide, depende del día.

Estuve viajando, estuve lejos, estuve también en un no-lugar (o el desierto, sí, es el desierto, es una meseta llena de cardos y rociada por ripio, con un horizonte recto, rectísimo, que a veces confunde a la vista).

Estoy cansada de Buenos Aires. Pero a su vez no la puedo dejar. Como todos los vicios. Ayer salí a caminar, pasé por Recoleta, Junín, Alvear, Quintana, Posadas. Hermés, Fendi, Sanchez Lagos y De La Torre, restaurantes con mesadas de mármol verde, velas que resplandecen temblorosas entre las cortinas negras, veredas limpias de cuadriculados impecables, el pasto cortado parejito, parejito, la soledad perfecta. Creo que en todo el trayecto no crucé una mirada con nadie.
Y me pregunté, ¿quién vive acá? ¿para qué está todo esto? parece que para estar solo. No solamente yo, si no cada uno de los que estaba en el restaurante, la señora de las botas hermosas que abría la puerta en la calle Juncal, algunas chicas risueñas de colegio privado que seguramente se odiarían en secreto (siempre pienso eso de los grupos de chicas ricas, supongo que de resentida nomás).
Qué tiene Buenos Aires para darme? Buenos Aires. Toda ella, para mí. Ella. Una ciudad que se personifica. Una ciudad con la que me comunico. Es mucho mas fácil dialogar con los objetos que con la gente. Quizás no sea así pero es lo que me pasa.

Y con quién quiero encontrarme? Con nadie. Acá no espero nada. Es una ciudad vacía. Llena de fantasmas (sí, yo soy uno de ellos). La ciudad dentro de la bola de cristal, perfecta, hermosa, con límites muy definidos, que cabe dentro de mi mano.

Cuando viajé a Rosario tuve mucho miedo, porque no conocía sus límites, ni su forma. ¿Acaso las ciudades tienen límites? Nunca estuve en Barracas pero forma parte de mi ciudad portátil, de la de la bola de cristal. Una parte que nunca miro pero que sé que puedo ver con dar vuelta la pelotita de vidrio.
A veces la doy vuelta y llueve esa nieve brillante, y me pongo contenta como si me hubieran hecho un regalo. Como si nevara sólo para mí.


Y a decir verdad estar sola con mi ciudad de juguete me enfermó. Como una versión en miniatura de Charles Foster K., perdido en una Xanadú aún más grande. Quién dice que la ciudad no es mía? Es un paraíso solitario, casi como una isla, tiene todo lo que necesito (y también todo lo que conozco, y únicamente lo que conozco).

Los límites de la ciudad están en mi cabeza, así como los límites de mi seguridad, de mi confianza, de mi casa, de mi propio paraíso solitario. Libre (libre?) dentro de esa inmensidad cercada por calles que nunca llego a ver.
Cuando salgo de la ciudad me siento extrañada, con ganas de volver, no sé bien adónde. A algún lugar dentro de mi casa enorme. A algún momento dentro de mi infancia eterna. Una crisálida, una ciudad perfecta donde nada pasa, salvo esas ocasionales lluvias de papel picado blanco, para hacerme creer que "pasa algo".


Me gusta viajar. Me gusta más que nada parar en la ruta. La comida tiene un sabor más rico. La gente con la que te cruzás es siempre extrañísima, después de varias horas de viaje todo se deforma. Son todos más viejos que yo, siempre más viejos que yo, con la cara cortajeada por el sol y una mirada intensa, inquisidora. Saben que están en el medio de la nada y que soy una extraña, como ellos. No les importa dónde compré mi saco, siempre va a ser demasiado lejos. Para qué lado voy, da mas o menos lo mismo, la ruta tiene dos manos.
Cuando era chica viajaba más. Nunca podía dormir de noche (de día tampoco). Me quedaba despierta mirando las estrellas, esperando el próximo pueblo dormido que aparecería.


Estar lejos me da miedo. Pero lejos de qué? De qué? De la histeria, del psicoanálisis, del arte, de los autos, de las aglomeraciones de desconocidos, de las farmacias 24hs, de los consultorios médicos, de los cafés de lujo, de los kioscos de revistas, del asfalto con rayas pintadas?
Sí.
Me voy a tener que tomar un tiempito para pensar bien qué quiero.


Pido disculpas (oh, la tradición!) por tanta autorreferencialidad pero, en fin, digámosle FICCIÓN. - Ficción, vení para acá.
- Acá estoy, qué necesitas?
- Que mientas por mí.
- Bueno, no hay problema, como quieras.


(me dijo que la próxima vez iba a escribir ella, espero que tenga buena ortografía)